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¿QUIÉN FUÉ CARLOS CASTANEDA?

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EL LAGO TITICACA: ISLAS Y TEMPLOS PREINCAS


Tal vez la respuesta a las leyendas se encuentra bajo nosotros, en el fondo del lago Titicaca, donde una expedición internacional, con estudiosos de Italia, Brasil y Bolivia, descubrió restos de una civilización a setenta metros de profundidad. Fotografiaron ídolos, vasijas y otros objetos que podrían estar relacionados con la isla Wilakota (Lago de Sangre), donde durante siglos se efectuaron sacrificios y que quedó sumergida al aumentar el nivel del lago en más de cien metros con el paso de los siglos. 

Existen otras muchas islas en el lago Titicaca, y todas ellas interesantes: islas del Sol y la Luna, Suasi, etc. De hecho hicimos escala en algunas, como la de Taquile. Lleva este nombre por Pedro González de Taquila, que se la ganó a Carlos V en una partida de cartas. Pese a ser la más famosa y visitada por el turismo, Taquile aún conserva interesantísimas tradiciones culturales, como el matrimonio a prueba. Esto es que las parejas comienzan la convivencia dos años antes de la boda oficial, y si pasan la prueba ejecutan el matrimonio; si no, ambos regresan a la soltería. Además, y para evitar equívocos, la forma de vestir revela la situación social de los taquileños. Ellos utilizan gorros rojos si están casados y blancos y rojos si están solteros; ellas, tocados oscuros si están casadas y de color si son solteras... 

Aunque se consideran los mejores tejedores de Sudamérica, sus prendas no se tratan sólo de un código de comunicación social, como por ejemplo la famosa faja taquileña, no es sólo un elemento estético u ornamental. En Taquile, como en el resto de las islas, no hay coches, tractores ni ningún vehículo de motor. Por lo tanto, las labores agrícolas hay que hacerlas a mano, como siempre se han hecho. Y esas fajas rígidas, que los turistas se rifan como souvenirs, están meticulosamente diseñadas para proteger la espalda de los campesinos. 


Amantaní es una isla pequeña e incómoda. En cambio, los isleños son extremadamente hospitalarios. Mantienen sus tradiciones como hace siglos, por eso siguen considerando de mala educación recoger las naranjas que les llevábamos como regalo con las manos. Los hombres ponen el sombrero y las mujeres el mandil para recogerlas. A cambio nos regalaron una bolsita de hojas de coca. Nada que ver con la cocaína. Es fundamental para sobrevivir en esas latitudes, sobre todo porque nos negamos a aceptar un porteador para el equipaje y tuvimos que ascender las pesadas cuestas de la isla cargando con las mochilas y los equipos. En cualquier parte del mundo esas cuestas y desniveles serían perfectamente llevaderos, pero a esa altitud cada paso supone un esfuerzo indecible, y aunque la distancia no es larga en metros, los continuos desniveles y cuestas la convierten en una odisea. Los pulmones reciben un aire menos denso y se les hace insuficiente; el corazón debe bombear sangre mucho más deprisa, y todo cuesta más trabajo. No puedo imaginarme lo que debe ser la ascensión a un ochomil... 

Llegamos a la casa familiar donde nos acogerían. Nos recibió Gabriel, el padre de familia, con el saludo quechua: Inainaia cashanki, y una sopa criolla acompañada de carne con un tubérculo que no consigo identificar. En ese momento se nos antojó el manjar más exquisito del mundo. Gabriel tenía treinta y ocho años, cinco hijos y una vieja casa de adobe. Hace cuatro años reformó una de las habitaciones, como muchos de sus paisanos, para alquilarla a los viajeros que llegan hasta Amantaní. Eso sí, sin luz eléctrica, baño ni agua caliente. Nosotros utilizábamos una infecta letrina, en realidad una chabola de madera con un agujero en el suelo, que Gabriel fabricó para que los turistas tengan algo parecido a un retrete. Él y su familia utilizaban el bosque. Y nosotros terminamos por imitarles. 

En Amantaní tampoco hay coches, tractores ni ningún vehículo moderno. Ahora disponen de suministro eléctrico dos horas al día y se consideran la población más afortunada del mundo. Los occidentales ya hemos olvidado lo que es vivir sin electricidad, pero en Amantaní lo sufren veintidós horas al día, con lo cual, cuando llega el suministro y con él la luz, todo se llena de vida y color, y los isleños lo disfrutan de una forma extraordinaria. Se encienden todas las farolas, las radios, las pocas televisiones. Es como una fiesta diaria que dura dos horas. Nosotros lo disfrutamos más que nadie después de pasar la primera noche alumbrándonos con velas, sin poder cargar las baterias de las cámaras. No valoramos las cosas que tenemos hasta que dejamos de tenerlas. 

En la cumbre más alta de Amantaní hay dos importantes templos preincas dedicados a Pachatata (padre tierra) y Pachamama (madre tierra) que aún están «vivos». Es decir, que todavía reciben la visita de sacerdotes incas para celebrar rituales antiguos. Evidentemente nos propusimos visitarlos. Pero nuevamente descuidamos el factor de la altura. Según las notas de mi cuaderno, iniciamos el ascenso hacia la montaña a las 16.30 y entramos en el templo a las 18.10. Eso supone que solamente estuvimos caminando monte arriba poco más de hora y media. Aunque sería más correcto decir cien minutos. Pero más exacto aún sería decir seis mil segundos. Y todos y cada uno, sobre todos los últimos, verdaderamente angustiosos. 

Según mis cálculos, al llegar a la cumbre, al templo de Pachatata, debíamos de estar a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Es el suelo más alto que habían pisado mis botas, y el aire es demasiado débil para mis pulmones. La mochila, con las cinco cámaras de fotos y vídeo, trípode, objetivos, grabadora, micrófonos, filtros y demás, me parecía tan pesada como un bloque de cemento. Todavía no podía imaginarme que aún me esperaba una ascensión mucho más dura, a otro monte mucho más famoso, antes de abandonar Perú. Pero llegamos hasta el templo. Y mereció la pena. 

Nos cogió la puesta de sol, y es difícil ver una puesta de sol tan espectacular como las del resplandeciente lago Titicaca; salvo en Mongolia, claro. El templo resultó casi tan interesante como el ritual de religión andina que presenciamos. Su arquitectura data de la cultura tiahuanaco, que procedente del altiplano boliviano se extendió por las islas del Titicaca entre el 500 a.C. y el 900 d.C. Y merece la pena pararse a observar algunos detalles, como los arcos de piedra, que se mantienen en pie hace siglos, sólo por el efecto de la presión entre las rocas. Como el acueducto de Segovia, pero en pequeñito. 

El descenso lo hicimos ya entrada la noche. Siguiendo a Gabriel, que se conoce aquellos montes mejor que nadie. La bajada, evidentemente, es mucho más cómoda que la subida. Pero incluso así se acusa el esfuerzo. Así que Gabriel tomó unos matojos del camino, los frotó enérgicamente, y haciendo un cuenco con ambas manos, nos lo hizo respirar. Era muña, otra planta utilizada por los indios para vencer el agotamiento de las alturas. Frotada enérgicamente con ambas manos y aspirada es como una especie de mentol que te abre las fosas nasales y te despeja; un remedio estimulante, natural, digno de los houngans haitianos, que me sería extremadamente útil en otros momentos del viaje. 

En aquellos días se celebraban las fiestas de uno de los ocho pueblos que se reparten Amantaní. Durante los nueve días de festejos, las diferentes comunidades de la isla se reparten el protagonismo. Cada día, una de ellas muestra sus bailes tradicionales, y el noveno bailan todas juntas. Una tesorera, doña Juana, cobra a los turistas que quieren participar en los festejos y el último día reparte las ganancias entre todos a partes iguales. ¿Se puede concebir una sociedad comunista más efectiva? Claro que en Amantaní ya existía esta forma de vida milenios antes de Marx o Lenin. 

Fueron días muy instructivos. Conocimos a chamanes que utilizan las hojas de coca como oráculo, algo que veríamos después en otras partes del país, y que muestra hasta qué punto la planta de coca es fundamental para la vida en el altiplano. Y conocimos también la leyenda de que de esta isla parte un túnel que recorre el subsuelo del Titicaca hasta el lejano Cuzco... Esta leyenda, la de los túneles, se haría recurrente más adelante. Pero ante todo disfrutamos de la hospitalidad de Gabriel Quispe Cari, su esposa Teodosia Pacompía Cari y sus hijos Zulua, Luzbelia, Gilber, Noemí y la pequeña Marlene. Y para mi sorpresa, nuestro anfitrión resultó ser testigo de Jehová. Uno de los cinco testigos de Jehová que hay en Amantaní. Si los misioneros de esta conocida secta llegaron a Ulan Bator, ¿cómo podía asombrarme que también se hubiesen hecho presentes en las islas del Titicaca? 

Gabriel me explicó que estaba decepcionado con la Iglesia católica y que había encontrado en los Testigos una alternativa a su fe. Y esto es muy interesante, ya que se trata de un ejemplo concreto del fenómeno que está atacando seriamente el monopolio católico en Latinoamérica: cada día más y más latinoamericanos dejan las filas del catolicismo para pasarse a cualquiera de las comunidades protestantes que han comenzado a dominar el mercado de la fe americano. 

Dejamos a nuestros amigos en aquella forma de vida, aislada del tiempo, y seguimos viaje regresando a las costas del Titicaca, pero esta vez a Chuchito, para ver un antiguo templo a la fertilidad que no tiene nada que envidiar al Khajuraho hindú. Se trata de las ruinas de un antiguo lugar de peregrinación plagado de docenas de penes erectos, de hasta metro y medio de tamaño, que algunos estudiosos han confundido con hongos, por el uso sacralizado que hacen de estos alucinógenos los chamanes. Pero lo de Chuchito son penes. Rotundos y erectos falos. Y todavía algunas jóvenes doncellas que buscan marido, o que desean ser madres, peregrinan hasta Chuchito para restregarse contra aquellos penes, intentando conseguir así la intercesión de los dioses. Igual que las jóvenes egipcias hacen lo propio con la estatua de Ramsés II en Tanis. Una y otra vez constaté que la esencia religiosa y la manifestación de las creencias es básicamente igual en todo el planeta. 

Lo gracioso es que la cercana iglesia cristiana, en lo más alto de su campanario, no tiene una cruz convencional, sino un enorme pene... Según los lugareños que conocimos, éste era uno de los templos donde se hacían sacrificios infantiles, un tema del que me ocuparé más adelante. Mi brújula dictaminó que la puerta principal del templo estaba orientada hacia el sudeste, así como el «altar» del pene principal. Por eso, de momento, mantengo un prudente escepticismo sobre los sacrificios rituales en el templo de Inka Ullo. Lo «lógico» es que los sacrificios se orienten hacia el este o hacia el oeste, lugar de nacimiento y muerte del sol, personificación de Viracocha. 


© Carballal, 2005




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