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¿QUIÉN FUÉ CARLOS CASTANEDA?

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LOS DIOSES BLANCOS QUE CURABAN A LOS CIEGOS



Llegamos a Nouadhibou (Mauritania) después de no pocas incidencias. Desenterramos, una y otra vez, los coches que eran atrapados por los bancos de arena. Rozamos los campos de minas de la frontera marroquí, confiando nuestras vidas a la pericia de los pilotos. Y nos cruzamos con el tren más largo del mundo: un ferrocarril perteneciente a la SNIM (Sociedad Mauritana de Minería), de dos kilómetros y medio de longitud y trescientos cincuenta vagones tirados por media docena de locomotoras, y que diariamente transporta hasta Nouadhibou el mineral de hierro arrancado de las minas de Zuerat, a seiscientos cincuenta kilómetros desierto adentro. 


En Nouadhibou los voluntarios de la Ruta de la Luz establecieron su base de operaciones y comenzaron a montar los equipos para realizar los chequeos visuales, fabricar gafas y operar a los pacientes más graves lo antes posible. 

Yo me alojé en el Instituto de la Marina, donde conocí a Juan Luis Cano y Guillermo Fesser, el famoso dúo Gomaespuma, que también se había desplazado a Mauritania para colaborar con la Ruta de la Luz, y con los que mas más tarde entrevistaría a la hermana Carmen García y a las misioneras católicas. Con el tiempo terminaría por mantener una excelente relación con ellos, especialmente con Juan Luis, con quien viviría un viaje inolvidable por Guatemala, Nicaragua y Cuba algún tiempo después. 

Nouadhibou es una ciudad relativamente reciente. En 1871 el teniente Rafennel, de la Marina francesa, sugirió hacer de la Bahía del Galgo la capital del África Oeste debido a su ventajosa situación geográfica. Pero no fue hasta 1906 cuando se iniciaron las edificaciones alrededor del puesto militar que avituallaba la zona, desde Marsella y las islas Canarias. Desde entonces, Nouadhibou ha crecido sin parar, convirtiéndose en la ciudad, después de la capital, más importante de Mauritania. 

Su relevancia comercial, especialmente pesquera, es evidente. Sin embargo, resulta sobrecogedor visitar, y más aún sobrevolar, el cementerio de barcos que existe en las afueras de Nouadhibou. Allí, docenas y docenas, quizá cientos de barcos de diferente calado, tamaño y características, fueron abandonados a su suerte y permanecen semihundidos, varados en la costa o anclados en medio de la bahía, como la mayor colección de siniestros «buques fantasma» del mundo. 

Y si resulta un paisaje pintoresco, a ojos del viajero, no menos pintoresco resulta encontrarse focas en el desierto del Sáhara. Y eso es lo que ocurre muy cerca de Nouadhibou, porque el Instituto de la Marina, donde me alojaba, era uno de los organismos colaboradores en el estudio de la foca monje, una especie en peligro de extinción. 

Desde hace años tres naturalistas españoles y dos colaboradores mauritanos realizan un meticuloso trabajo para proteger a los últimos ejemplares que quedan en el Atlántico, en una zona, la península de Cabo Blanco, que se disputa Marruecos, Mauritania y el Frente Polisario. Los zoólogos y los biólogos saben mejor que nadie que a veces la naturaleza es caprichosa y ubica algunas especies animales en un contexto geográfico que no parece propio de ellas. Sin llegar a los grandes mitos del misterio como el Yeti, el bigfoot o el monstruo del lago Ness, yo mismo tendría la oportunidad de comprobar cuál es el origen de algunas de esas leyendas animales poco después. 

Y mi cámara sería el imparcial notario... Allí permanecí varios días, colaborando con los optómetras y con los médicos en la medida de mis posibilidades. Y presenciando auténticos «milagros». Incluso participando en ellos. Una tarde, por ejemplo, a última hora, una de las asistentes del doctor José Luis Casado se encontraba indispuesta. Para los voluntarios no familiarizados con este tipo de viajes, las cosas son el doble de difíciles, y su mérito aún mayor. 

El doctor Casado es un tipo muy menudo, casi escuálido. Pero a fuerza de convivir con él llegué a la conclusión de que estaba poseído por algún tipo de yiniza o espíritu sobrenatural. Eso, o que en su cuerpo hasta el último gramo de grasa, músculo y hueso se habían convertido en puro nervio. No paraba ni un instante. Y todos los voluntarios recordarán como yo la estampa del doctor Casado asomándose al pasillo de las improvisadas clínicas, cuando ya no quedaban enfermos por operar, gritando como un poseso: 

«¡Un ciego, coño, que me traigan un ciego! Yo no he venido a este país a perder el tiempo...». 

Es difícil expresar de forma más convincente la necesidad de ayudar de estos voluntarios. Y estaba claro que al doctor Casado no lo iba a hacer parar de operar una diarrea de su auxiliar de quirófano. Así que me tocó a mí hacer de enfermero. Sólo había acudido al quirófano para depositar unas cajas de instrumental y el doctor me pidió, es decir, me ordenó, que me lavase las manos, me pusiese una mascarilla y me colocase a su lado. 

Estaba en plena intervención de un hombre robusto que llevaba varios años ciego. Según su ficha, se llamaba Ahmed Khlil y tenía setenta años. Durante toda su vida había trabajado como empleado del servicio de correos, pero al cumplir los sesenta y ocho sus problemas visuales se habían acrecentado a causa del polvo del desierto, el sol, las carencias alimenticias y otros factores. Así es como se quedó completamente ciego. Desde entonces, Ahmed pedía a Alá un milagro para volver a recuperar la vista. Su deseo era poder volver a ver los rostros de sus nietos y leer de nuevo las páginas del Sagrado Corán, como hacía cada día durante toda su vida. Y Alá escuchó sus plegarias, obrando el milagro a través de unos extraños hombres blancos, llegados desde más allá del desierto, y poseedores de una misteriosa «magia» capaz de devolver la vista a los ciegos... 

—Pero, doctor, yo no tengo ni idea de lo que hay que hacer en un quirófano... 

—Eso no importa. Tú cállate y haz lo que yo te diga. 

Y eso hice. Pasándole los elementos que me pedía para la intervención, y manteniéndome muy atento a las reacciones de Khlil, que permanecía tumbado en la mesa del quirófano. 

De pronto noté que empezaba a temblar, mientras derramaba algunas lágrimas de su ojo, sujeto por las pinzas del doctor Casado, que ya le había abierto la córnea con el bisturí para implantarle una lentilla... 

—Me temo que se le está pasando el efecto de la anestesia. 

 — Tranquilízalo. Ahora no puede mover la cabeza. 

«Tranquilízalo», dice. ¿Y cómo se tranquiliza a un moro con un ojo abierto que se está quedando sin anestesia? Sólo se me ocurrió cogerle de la mano, acercar mis labios a su oído y susurrarle palabras amables. 

Sabía que Khlil entendía ni jota de español, pero tenía la esperanza de que el tono de mi le calmase hasta que el doctor terminase la intervención en su ojo. A veces, la manera como decimos las cosas es incluso más importante que las que decimos. Ahmed Khlil, mientras, apretaba mi mano como si quisiera estrujarla, y sólo repetía una palabra: 

«Alá, Alá, Alá...». 

Afortunadamente, la intervención salió perfecta. Y aunque para el doctor Casado era la centésima sexagésima tercera operación en esa edición de la Ruta de la Luz, para mí era la primera. Así que me interesé especialmente por el caso. Su hijo, de treinta y dos años, le acompañó al día siguiente para la revisión y no existen palabras para explicar lo que expresaba su rostro. Después de dos años de tinieblas, Ahmed volvía a ver, poco todavía, pero había recuperado la luz en su mundo de sombras. 

Según el hijo de Ahmed Khlil, su padre estaba convencido de que aquellos hombres blancos, llegados desde un lugar misterioso, más allá de su mundo conocido —el desierto—, y capaces de hacer el mágico milagro de devolverle la vista, sólo podían ser yinnas enviados por Alá en respuesta a sus súplicas... 

A lo largo de mis viajes recordaría en muchas ocasiones a Ahmed Khlil tendido en aquella camilla, agarrado a mi mano mientras invocaba el nombre de Dios, y su particular interpretación religiosa de nuestra presencia en su país. 

¿Cuántas veces en la historia habrán ocurrido mal interpretaciones y divinizaciones similares? 



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