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¿QUIÉN FUÉ CARLOS CASTANEDA?

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LA MEDINA TUNECINA



El viajero que se adentra en esta locura debe dejar en el hotel, bien guardados en la maleta, el estrés, la ansiedad, y las prisas. De lo contrario se angustiará innecesariamente, y no disfrutará de uno de los conjuntos de mezquitas, madrasas, tumbas, bibliotecas y viviendas más hermosos del mundo árabe, declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco. Sin duda único en todo el norte de África.

La medina es una auténtica ciudadela dentro de la capital de Túnez, consagrada a la protección del milagroso santo Sidi Mahrez, cuya tumba se encuentra frente a la imponente mezquita que lleva su nombre, en la plaza de la Puerta Souika. Además de la protección del santo Sidi Mahrez, los creyentes musulmanes, sumamente supersticiosos, pueden encontrar miles de amuletos, talismanes y formulas mágicas contra el temido «mal de ojo» en innumerables puestos de venta a lo largo y ancho de la ciudadela.


A partir de media mañana convergen en la medina amas de casa que acuden a hacer la compra, jóvenes estudiantes en busca de la globalizadora música de moda, autobuses de turistas a la caza de baratijas y souvenirs, excursiones escolares de visita a los centros culturales, devotos musulmanes encaminados a la Gran Mezquita, carteristas pícaros llegados desde las fronteras del Magreb, aventureros europeos en busca de misterios, peregrinos argelinos de camino a La Meca, artistas nigerianos o malineses intentando vender sus obras, viajeros occidentales interesados en la gastronomía, la historia o la cultura local, estudiosos arabistas ávidos de conocimiento tradicional, doncellas casaderas ocultas bajo los velos en busca de un marido que las encuentre... Miles y miles de personas apelotonadas en estrechas callejuelas claustrofóbicas.

Imposible evitar el contacto físico, el sudor o el olor de todas y cada una de las personas con las que nos cruzaremos en aquella orgía de vida y color. Los occidentales solemos temer y eludir el contacto físico. Basta observar cómo nos pegamos a las paredes en cualquier ascensor europeo, intentando que bajo ninguna circunstancia nuestro cuerpo pueda rozar el de otros pasajeros. Sin embargo, en otras culturas el tacto de otros seres humanos es natural. En la medina es inevitable.

Me dejé llevar por el torrente de vida y aproveché para visitar el zoco de las alfombras (Al Lefta), el zoco de los perfumes (Al Attarine) el zoco de los telares (Al Koumach) y el de los sombrereros (Ech-Chauwachiya), entre otros. Desfilaron ante mi cámara las colosales puertas de la ciudad: Bab Al Bahr, Bab Al Sotúka, Bab Al Jazira, Bab Carthajna y Bab Al Jadid, de las que poco queda en pie; el complejo de las tres madrasas, el palacio de Dar Othmam y, naturalmente, la Gran Mezquita.




La Gran Mezquita, o mezquita Zaituna, fundada en el año 732, es el mayor y más importante templo de Túnez, y es el núcleo central de la vida espiritual en la capital. Muy cerquita de ella se encuentra el Toubet Aziza Otomana, un mausoleo donde descansan los restos de la princesa Aziza y de su familia.

Aziza (muerta en 1669) fue famosa por su gran piedad y bondad. Liberó a sus esclavos y destinó su fortuna a obras piadosas, entre ellas un hospital para los más necesitados. Si no fuese porque nunca pasó por el sacramento del bautismo ya habría sido una beata católica.

Al pasear por la medina de Túnez sereno, sin prisa, dejándose llevar por las oleadas humanas, contemplando la delicada sensibilidad de la arquitectura, los sabrosos olores, los chillones colores, resulta difícil concebir cómo en el nombre de Alá se ha podido generar tanta muerte, dolor y tristeza. Más o menos las mismas que en el nombre de Jesucristo.

Por fin decidí comer algo, y escogí el fastuoso restaurante Essaraya, donde la gastronomía y la decoración son dignos de un califa. Allí me deleité con unos «bricks», deliciosas empanadillas rellenas de huevo y atún, probablemente heredados de los cocineros franceses en los tiempos de las colonias. Después una sabrosa y digestiva ensalada mechuya, rebosante de tomates asados, pimientos picantes, ajo, huevos duros y alcaparras, convenientemente regada con limón y aceite de oliva, heredado de los olivares de Al-Andalus. Y por fin un delicioso mestuf: cous-cous aderezado con canela, flanqueado por dulces dátiles, pistachos, almendras, nueces y pacas El mestuf, como nuestro roscón de Pascua, suele consumirse preferentemente en una fecha religiosa determinada, en este caso el Ramadán, pero, ¡qué demonios!, merece la pena hincarle el diente en cualquier época del año. La gastronomía tradicional tunecina es, sin duda, uno de los grandes atractivos de esta milenaria cultura mediterránea.

Y tras reponer fuerzas continué mi paseo. Muy cerca del angosto pasadizo donde se encuentra el restaurante, desemboqué en la plaza de los Guarnicioneros, y allí hice un descubrimiento interesante: la tumba del santón musulmán Abd Alá («servidor de Dios»), quien había nacido en España bajo el nombre cristiano de Anselm Turmeda. 




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